Después de la muerte de mi padre, subí un día a su estudio. Todo estaba como él lo había dejado después de la última sesión.
Yo había intentado, todavía adolescente, pintar al óleo. Había situado el caballete junto al de mi padre y seguía las indicaciones que me daba. Después de abocetar con el carboncillo, las sucesivas pinceladas de óleo empezaron a formar una amalgama indesmallable de colores que acabó en un caos absoluto, y en mi convencimiento (también absoluto) de que aquella disciplina sobrepasaba mis capacidades.
Cuando me vi solo frente a sus herramientas de trabajo, en el estudio en el que tantas veces le había visto pintar, vacío de su presencia, sin duda empujado por la fuerte carga emotiva del momento, sentí la necesidad de un nuevo intento. Me abandoné a aquel impulso y tomé nuevamente la tela y los pinceles y me planteé un reto sencillo, un bodegón con un par de piezas de cerámica. El resultado fue tan frustrante como el de mi primera experiencia adolescente.
Además de un indudable talento, Clara posee el dominio de la técnica.
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